5 de diciembre de 2012

Tolivia

   Cerca del límite entre Asturias y León, en la orilla del río Sella, nace una senda imposible que llega a un pueblo inverosímil. Y es que el camino, dificultoso y arduo, parece sacado del mismo Tíbet. Senda estrecha, caídas de pendiente inquietante; una subida que te hace preguntar a cada rato: ¿pero cómo hicieron un pueblo allí arriba? Pues no lo sé. El caso es que Tolivia lleva varias décadas abandonado y nadie de la expedición se preguntó la razón de esto último, era evidente. El paisaje es maravilloso y la llegada a la aldea perdida -mucho más perdida que la de Palacio Valdés- tuvo algo de descubrimiento y de irrupción en un lugar sagrado en el que no nos correspondía penetrar. Nos recibió una pequeña iglesia con su diminuto cementario, en el que una solitaria lápida nos admitió con frialdad. Las casas en ruinas parecían el decorado de una novela llena de nostalgia, pena y tristeza, un libro no apto para momentos de melancolía. Pero el entorno es tan bello que probablemente la citada obra albergaría una historia plena de vida, donde los sentimientos fueran protagonistas y la pasión se convirtiera en un catalizador de la narración. Solo faltaba el susurro inquietante de un Pedro Páramo norteño.
 Cuando los vericuetos del camino lo permiten, el descenso es un mirador permanente de vistas panorámicas, un alarde de la naturaleza.
   Al llegar a casa, me repuse del cansancio con unos higos, alimento de atletas y filósofos, según Platón. Y es que en la Grecia clásica, cuando fundaban una nueva ciudad, se plantaba una higuera para señalar el lugar de reunión de los ancianos, portadores de la sabiduría. Era tan importante este fruta que había una casta de sacerdotes, los sicofantes, cuya función era anunciar de forma oficial su maduración. También denunciaban su contrabando y la palabra extendió su significado a toda clase de delatores, impostores y calumniadores.
   Una buena forma de recuperarse del esfuerzo; evocar lo visto para no olvidarlo.








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