25 de septiembre de 2012

Arte, paisaje y cuchara en el Valle del Pas


  Tengo la costumbre de llevar de excursión a mis amigos por el Valle del Pas para mostrarles esa maravilla y compartirla con ellos. Siempre tiene mucho éxito, claro que la capacidad de entusiasmo no es similar en todos y eso se nota. Igual que en un concierto el público influye en sus desarrollo, aquí una reacción positiva cataliza el viaje de forma ilimitada. Porque no hay grandes y pequeños viajes, la mayor aventura puede estar a la vuelta de la esquina. Y esta vez la encontramos.   La primera parada es el Palacio de Soñanes en Villacarriedo, un magnífico palacio barroco. Su excelente restauración exterior e interior llega a su máxima expresión en la cúpula pintada por Roberto Orallo. Nunca me canso de verla. Una y otra vez. Y siempre me sorprende y maravilla. Es un mural que ocupa el altillo y la cúpula de una escalera realmente hermosa. Orallo colocó con delicadeza una guinda en lo más alto, una puerta abierta al cielo conmovedor. Pinturas creadas con  la  ingenuidad inmaculada y el talento en su máxima expresión, con la mirada de un niño, con la ilusión radiante de la emoción, con la pasión de un aprendiz, con amabilidad y sosiego. Uno se relaja y a nadie le sorprendería que se abriese la mencionada cúpula y ascendiésemos al infinito. Cualquier día o noche puede ocurrir.
   Predispuestos a absorber el resto del viaje por poros antes desconocidos, paramos en la cercana Selaya para abastecernos de sobaos y quesadas, que no solo hay que cuidar el espíritu; el cuerpo también necesita cuidados. Ascendemos el Puerto de la Braguía sin perder un detalle del paisaje. Llegamos a Vega de Pas y nos acercamos al Restaurante Mexico -el reloj se paró hace tanto tiempo que ya nadie sabe cuándo ocurrió-  y nos comemos un estupendo cocido montañes. A medida que el cuenco iba rebajando su nivel de comida, descubrimos una mina submarina en forma de morcilla, difícil de atrapar en aquel inmenso mar de colesterol. No serán alimentos muy sanos para el organismo pero nuestro ánimo se alegró con profusión de este encuentro culinario. Y ya sabemos  que, ante todo, somos mente. 
  Después de comer nos acercamos a la estación fantasma del Ferrocarril Santander-Mediterráneo. Fue un  proyecto diseñado y ejecutado en la posguerra para unir por tren la capital cántabra con Sagunto. Se empezaron unas obras que nunca se finalizaron. Aquí podemos encontrar la estación sin estrenar en estado lamentable, diversas ruinas de edificios y varios túneles, incluido el de La Engaña de siete kilómetros de longitud, una obra faraónica para su época. Y donde hay faraones, encontramos siempre esclavos para satisfacer sus caprichos. Aquí fueron presos republicanos; dejaron su sudor y su sangre en este disparate nacional aún desconocido en nuestro país y que alguien debería divulgar con la vehemencia adecuada. A pesar del cocido y del calor recorrimos el largo trayecto -el viajero no se detiene ante nada- hasta la boca del túnel y encontramos un frío húmedo, lúgubre y estremecedor. Sería el eco de tanto sufrimiento.
   Subimos el puerto Estacas de Trueba y bajamos el de Lunada, en medio de paisajes idílicos de una fertilidad inusitada; una tierra que ha forjado al pueblo pasiego, siempre enigmático y fascinante. Entramos en otra villa pasiega, San Roque de Riomiera. Alrededor de una mesa en la calle calmamos la sed y descansamos en este pueblo, donde la prisa es una especie animal desconocida. Tertulia, satisfacción y sonrisas.

Todas las fotos son de mi amigo y compañero de viajes, Javier.








15 de septiembre de 2012

La Tomatina

   Siempre me ha resultado desagradable ver tirar comida. Puede ser una cuestión cultural o de sensibilidad, no lo sé. En todo caso, hoy al reflexionar sobre el tema, me reafirmo  en la postura más que nunca en estos momentos de crisis a la puerta de casa. Lo que estéticamente rechazo,  la ética lo confirma de forma cartesiana; ética y estética siempre unidas.
Se entenderá, por tanto, con facilidad que el espéctaculo anual de La Tomatina me resulte incómodo. Por si hay algún despistado, reseñaré con brevedad que es una fiesta celebrada al final del verano en el pueblo valenciano de Buñol, en la que durante una hora se tirán desde varios camiones toneladas de tomates. El resultado es una afluencia masiva de gente acelerada para ser embadurnada y asimismo poder impregnar de este fruto a todo individuo que ose cruzarse en su camino. Parece que les resulta apasionante. Vienen turistas de todo el mundo, sobre todo de Japón y Australia. Los primeros ya se sabe que se enganchan con facilidad de las costumbres ajenas, cuanto más exóticas o estrafalarias mejor. Y los segundos, no sé si serán los mismos que acuden a los Sanfermines pamplonicas y han creado la costumbre, ahora ya tradición, de tirarse de cabeza desde lo alto de una fuente, con altas dosis de alcohol en las venas y frecuentes batacazos. Parece que les va la marcha.  Esta fiesta tiene el enorme mérito de cerrar los telediarios de medio mundo, algo que pocos acontecimientos logran. Pero cada año su visión me resulta más molesta e irritante. Esa marabunta enardecida por una actividad necia y absurda me da grima y me entristece, una paradoja frente a tanta aparente diversión.
   Yo prefiero comer con calma una buena ensalada de este exquisito fruto o disfrutar de una tostada de pan, aceite y tomate, una de las grandes aportaciones españolas al mundo, sin ningún reconocimiento aún. Y me quedo con la poesía; otra estética, otra ética:
Oda al tomate
Pablo Neruda


La calle

se llenó de tomates,
mediodía,
verano,
la luz
se parte
en dos
mitades
de tomate,
corre
por las calles
el jugo.
En diciembre
se desata
el tomate,
invade
las cocinas,
entra por los almuerzos
se sienta
reposado
en los aparadores,
entre los vasos,
las mantequilleras,
los saleros azules.
Tiene
luz propia,
majestad benigna.
Debemos, por desgracia,
asesinarlo:
se hunde
el cuchillo
en su pulpa viviente,
es una roja
víscera,
un sol
fresco,
profundo,
inagotable
,
llena las ensaladas
de Chile,
se casa alegremente
con la clara cebolla,
y para celebrarlo
se deja
caer
aceite,
hijo
esencial del olivo,
sobre sus hemisferios entreabiertos,
agrega
la pimienta
su fragancia,
la sal su magnetismo:
son las bodas
del día,
el perejil
levanta
banderines
,
las papas
hierven vigorosamente,
el asado
golpea
con su aroma
en la puerta,
es hora!
vamos!
y sobre
la mesa, en la cintura
del verano,
el tomate,
astro de tierra
estrella
repetida
y fecunda,
nos muestra
sus circunvoluciones,
sus canales,
la insigne plenitud
y la abundancia
sin hueso,
sin coraza,
sin escamas ni espinas,
nos entrega
el regalo
de su color fogoso
y la totalidad de su frescura. 

5 de septiembre de 2012

Bruselas huele a gofre

   El plato nacional de Bélgica son los mejillones con patatas fritas. Siempre pensé que era una mezcla extraña. La realidad es que no se llegan a juntar, pues se sirven en platos diferentes. Si te sirven en España esos moluscos esmirriados e insulsos, los devuelves al instante. Sin embargo, allí se sirven  a todas horas y les encantan. Me encantaría ver la cara de un belga al comerse unos buenos mejillones en nuestro país. Tiene que alucinar. Aunque igual no les gustan, cualquiera sabe. El resto de su gastronomía, escrito con todos los respetos, tiene un nivel similar. El Waterzooi es un plato de pescado o pollo acompañados con una salsa espesa bastante sabrosa que, a la cuarta cucharada, te quita las ganas de comer por la alta concentración -o intoxicación, según se mire- de nata y mantequilla. Así que Bruselas no huele a mejillones -también son inodoros-, sino a gofre. Los hay por todas las esquinas y están ricos, pero son gofres.
   Eso sí, es el paraíso de los amantes del chocolate y de la buena cerveza. Su riqueza cervecera es extraordinaria y apasionante la cultura que hay alrededor de ella. Es un placer entrar en esos locales con solera y leer una carta con gran variedad de cervezas de grifo y más aún embotelladas. Tiradas con esmero, es un placer paladearlas lejos de esa bárbara costumbre tan extendida en nuestro país de beberla a morro. Un sacrilegio. Fue un deleite visitar Cantillon, una fábrica de cerveza artesanal, que permanece inalterable desde su fundación en 1900.
   La Grand Place es uno de esos lugares que te agarran por los sentimientos y te hipnotizan ante esa belleza inefable que pocos rincones consiguen atesorar. Un atardecer allí vale un sueño inolvidable. El Atomium sigue sorprendiendo a pesar de sus más de cincuenta años de vida. Su interior nos transporta a una especie de nave espacial seductora y amable.
   Brujas es una villa de cuento de hadas con pocas hadas y demasiados turistas. Cuesta abstraerse de su éxito pero hay momentos de olvido y satisfacción. Gante es la gran sorpresa del viaje. Su zona histórica es preciosa. Los muelles receptores de tantas mercancias en el pasado conservan un encanto singular coronado por un castillo ideal para jugar a caballeros medievales.
   Bruselas está marcada por las instalaciones de la Unión Europea. Tantas personas de innumerables lugares la han convertido en una ciudad cosmopolita, quizá demasiado. Su afición por el cómic impregna sus calles y nos obligan a sonreír al volver la esquina.
   En la tapa de un barril de cerveza también se puede escribir mucha sabiduría, no se pierdan las fotos.