Estambul es una ciudad inolvidable y el viajero con la suerte de haber paseado por sus calles es un privilegiado. Las esporas que ha ido emitiendo la historia a lo largo de los siglos le ha proporcionado un aura que va más allá de la belleza de sus monumentos o del enclave agraciado que disfruta. El bósforo envuelve la capital turca y la hace única. Es imprescindible pasear en barco por el estrecho, mejor en el transporte de los ciudadanos que van de un continente a otro para ir al trabajo. Además de mucho más barato, estás rodeado de la vida cotidiana, no de los turistas de los cruceros que encontrarás sin pretenderlo en los muelles. La vista de la urbe desde el Estrecho del Bósforo es impresionante y queda atrapada en la retina para siempre. Volviendo de la parte asiática de la ciudad pude recitar la Canción del Pirata de Espronceda, aprendida de niño en algún pupitre afortunado. Un placer ganso.
Al finalizar de patear cada día la ciudad nos sentábamos en un bar con un rincón dedicado a las frutas y verduras locales, donde podías escoger las que quisieras para que te hicieran un zumo. En muchos países no desarrollados encuentras con facilidad este tipo de establecimientos, muchas veces son puestos callejeros. En el nuestro resulta muy difícil que alguien te prepare un zumo natural, únicamente de naranja. El resto de las frutas parecen no existir, salvo en botes de líquidos adulterados. Parece que el progreso consiste en abrir una botellita proveniente de una gran fábrica. En nuestra búsqueda del bienestar algo hemos perdido por el camino.
En este estableciniento nos atendía con entusiasmo un joven turco. Estaba aprendiendo español y echaba mano al bolsillo de atrás de su pantalón, donde llevaba un pequeño diccionario bilingüe de español y turco, siempre que tenía una duda. Una amplia sonrisa nos anunciaba que había encontrado la palabra perdida. Todos los días le dejaba una propinilla y el último nos despedimos y le dejé una buena propina. Se negó a aceptarla alegando que había sido un placer hablar con nosotros esos días. La pregunta es inevitable: ¿quién es más rico? Nos costaría mucho volver a una sociedad menos desarrollada que la nuestra pero, desde luego, en este supuesto progreso que hemos tenido en las últimas décadas algo hemos perdido por el camino. Algo importante. ¡Vaya!, acabo de repetir la misma expresión que hace unas líneas. ¿Será casualidad?
En este estableciniento nos atendía con entusiasmo un joven turco. Estaba aprendiendo español y echaba mano al bolsillo de atrás de su pantalón, donde llevaba un pequeño diccionario bilingüe de español y turco, siempre que tenía una duda. Una amplia sonrisa nos anunciaba que había encontrado la palabra perdida. Todos los días le dejaba una propinilla y el último nos despedimos y le dejé una buena propina. Se negó a aceptarla alegando que había sido un placer hablar con nosotros esos días. La pregunta es inevitable: ¿quién es más rico? Nos costaría mucho volver a una sociedad menos desarrollada que la nuestra pero, desde luego, en este supuesto progreso que hemos tenido en las últimas décadas algo hemos perdido por el camino. Algo importante. ¡Vaya!, acabo de repetir la misma expresión que hace unas líneas. ¿Será casualidad?