He vuelto a Sevilla veinte años después y aunque algunos cantan que veinte años no es nada, para qué nos vamos a engañar. Lo que no cambia es la ilusión por descubrir y por mirar nuestro entorno, en este caso con la guía de mi hermano, escrita con sus muchos años de vida en la ciudad. Alojados en el hotel Las Casas de los Mercaderes, antigua casa de vecinos, con su encantador patio central, partíamos, papel en mano y tempranito, en busca de las maravillas de la ciudad. Difícil destacar algo que no suene a tópico, quizá el barrio San Lorenzo, desconocido para el turista y lleno de historia y abolengo. El Cristo de Jesús del Gran Poder parece vigilar la zona desde la plaza homónima del barrio, un rincón imprescindible. La Casa de Pilatos perteneciente a los Medinaceli es un palacio soberbio. Comenzó a construirse sobre solares confiscados por la Inquisición, así se escribe la Historia y así se crean las grandes fortunas. Y claro, hay que darse un paseo por el barrio de Triana.
Ahora que está de moda bombardear Andalucía con descalificaciones y estigmatizar a los andaluces con improperios, disfruté doblemente la amabilidad de los camareros sevillanos. Con las tabernas repletas de gente, uno agradece mucho su amabilidad y su sentido del humor. Me encontré con profesionales difíciles de encontrar en otros lugares. El bullicio, ese barullo de las tascas sevillanas, anima a comer y a beber, a caminar de una a otra en busca de alguna delicia. Hay que comenzar el día con una tostada -de pan, por supuesto- con aceite y ya tenemos la primera alegría de la jornada y energía suficiente para perderte por la ciudad hasta la hora de comer.
Entre las muchas recomendaciones gastronómicas, recuerdo especialmente La Moneda, el mejor pescaíto frito de Sevilla, avisaba mi hermano. Y no se equivocaba. Local animado, encontramos mesa por casualidad, sería la suerte de los principiantes. El cazón en adobo y las tortillitas de camarones son excepcionales pero aquí nos encontramos con el producto estrella: la ortiguilla. Os preguntaréis, igual que Ana, qué es la ortiguilla.
-Señora, la ortiguilla es la ortiguilla -contestó el camarero con gracia y deseos de explicarse-. Y cogió un cartel y nos enseñó una fotografía. Una anémona, eso es la ortiguilla; un manjar único. Con la típica fritura andaluza, tiene la textura de los sesos y el sabor intenso del erizo de mar. Es una explosión marina en la boca. ¡Extraordinaria! Uno de los productos más exquisitos que he comido jamás.
En La Trastienda, un barote desangelado, te atenderán como en ninguna parte y tendrás un marisco excelente y en Enrique Becerra encontrarás unos flamenquines inolvidables. Saboreo aún unas berenjenas a la miel con nítidas influencias árabes en un mesón atestado. Y no te puedes ir a la cama sin tomar una copa en el Garlochi, un bar lleno de imágenes de santos, cuadros religiosos, mantones y una estética recargada de Semana Santa que te dejará atónito. No podrás desviar la mirada de las paredes ni un segundo, no sabrás si estás soñando o has contado mal las copas ingeridas.
En una calle encontré a Javier Prieto tocando el hang, un instrumento con aire oriental inventado por unos suizos, así es la vida. Le compré un disco y cada día me gusta más.
Aficionado al flamenco desde hace poco y, por lo tanto, con el ánimo de un converso, le pedí ayuda a mi hermano para ir a un tablao que no fuera para turistas. Llamó a un amigo experto y me dio un teléfono para reservar entradas para la noche. Era un patio sevillano alumbrado con farolillos en el Barrio de Santa Cruz. Un centenar escaso de personas aguardábamos ansiosas, en un silencio religioso, para descubrir el duende de esta música. La liturgia estaba preparada. Y no salimos defraudados; fue una noche inolvidable de flamenco tradicional, que nos puso la carne de gallina.
Entre las muchas recomendaciones gastronómicas, recuerdo especialmente La Moneda, el mejor pescaíto frito de Sevilla, avisaba mi hermano. Y no se equivocaba. Local animado, encontramos mesa por casualidad, sería la suerte de los principiantes. El cazón en adobo y las tortillitas de camarones son excepcionales pero aquí nos encontramos con el producto estrella: la ortiguilla. Os preguntaréis, igual que Ana, qué es la ortiguilla.
-Señora, la ortiguilla es la ortiguilla -contestó el camarero con gracia y deseos de explicarse-. Y cogió un cartel y nos enseñó una fotografía. Una anémona, eso es la ortiguilla; un manjar único. Con la típica fritura andaluza, tiene la textura de los sesos y el sabor intenso del erizo de mar. Es una explosión marina en la boca. ¡Extraordinaria! Uno de los productos más exquisitos que he comido jamás.
En La Trastienda, un barote desangelado, te atenderán como en ninguna parte y tendrás un marisco excelente y en Enrique Becerra encontrarás unos flamenquines inolvidables. Saboreo aún unas berenjenas a la miel con nítidas influencias árabes en un mesón atestado. Y no te puedes ir a la cama sin tomar una copa en el Garlochi, un bar lleno de imágenes de santos, cuadros religiosos, mantones y una estética recargada de Semana Santa que te dejará atónito. No podrás desviar la mirada de las paredes ni un segundo, no sabrás si estás soñando o has contado mal las copas ingeridas.
En una calle encontré a Javier Prieto tocando el hang, un instrumento con aire oriental inventado por unos suizos, así es la vida. Le compré un disco y cada día me gusta más.
Aficionado al flamenco desde hace poco y, por lo tanto, con el ánimo de un converso, le pedí ayuda a mi hermano para ir a un tablao que no fuera para turistas. Llamó a un amigo experto y me dio un teléfono para reservar entradas para la noche. Era un patio sevillano alumbrado con farolillos en el Barrio de Santa Cruz. Un centenar escaso de personas aguardábamos ansiosas, en un silencio religioso, para descubrir el duende de esta música. La liturgia estaba preparada. Y no salimos defraudados; fue una noche inolvidable de flamenco tradicional, que nos puso la carne de gallina.
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